15.11.07

Caramelos

Marcos era un petiso culón que contaba en su placard únicamente con remeras a rayas horizontales, de manga corta. Su leve gordura y tal vez su herencia le permitía lucir sus remeras inclusive en los días más fríos de invierno.
Como todo niño gustaba de comer golosinas, y como solo pocos, vendía.
Su educación no fue especial.

Todos los días, en los recreos, hacía la fila en la cantina para comprar caramelos.
Había dos clases de caramelos. Los más baratos - un peso- eran rosados como el color de los cachetes de Marcos, y el envoltorio fucsia como no existe nada en la naturaleza.
Los más caros, con envoltorio negro y caramelo azul, eran los preferidos de los niños con atracción hacia la muerte, que eran la mayoría. Eso era lo que pensaba Marcos al ver las lenguas de sus compañeros teñidas de azul.

Pedía veinte de los de peso y treinta de los negros. Agarraba el doble de cada uno.

En total eran cuatro los que compraban el total de los caramelos de la escuela; Marcos, Juan, Nicolás y Gabriel. Habían ganado de forma sospechosa el derecho de salir primeros de la clase para llegar primeros a la cantina.
Marcos tenía la mejor forma de financiación y era por eso que sus compañeros lo preferían, además hacía las cosas de manera seria, organizada y “entretenida”. La mayoría de los niños de sexto, quinto y la totalidad de tercero eran su mercado principal, y al comienzo de cada año buscaba explicarles las reglas y buscar la amistad de los recién ingresados.
Las reglas estaban en su “Biblia”. Marcos llevaba a los niños al baño y ahí les leía. Era una especie de contrato, y a cada niño le pertenecía una hoja de la libreta. En esa hoja estaba la firma del niño, el registro y lo más importante, su “lugar”. Marcos nunca le dio un caramelo en la mano a nadie.

Faltando quince minutos para el recreo los niños sentían la picazón en los dientes y como sus pequeñas bocas se llenaban de saliva. Pequeñas bocas en relación con las lenguas, que una vez hinchadas empezaban a molestar.
Algunos no aguantaban y pedían para ir al baño. Se encerraban con otros diez o nueve niños de carrera, con los ojos y las bocas tapadas y las narices emanando mitad aire sucio mitad vapor.
Sonaba la campana y la escuela se convertía en un tesoro escondido cantado, porque cada uno sabía su “lugar”.

Casos, miles.
Por ejemplo el primero de todos los clientes fue Agustín. Y fue el más fácil porque Marcos tenía toda la escuela para elegir donde colocar los caramelos. Además del árbol del patio había tablas sueltas, cajones, rincones, ranuras, salones, baños, etc.
Era totalmente azarosa la cosa*.
Ana por ejemplo no llegaba a la ranura que había en los ladrillos, y luego de un año la maseta en donde iban los caramelos de María ya no existía.
Las consecuencias eran variadas. Existen estudios reveladores, como el de los niños cuyos “lugares” eran salones. Las estadísticas muestran que el niño cuyo “lugar” estaba en su propio salón se deprimía y estaba constantemente en estado de angustia debido al poco desafío de llegar a sus caramelos. Pero al cambiar de salón y grupo al próximo año el niño se desarrollaba de otra manera, incluso sociabilizaba.

También es interesante ver otros roles que surgieron a partir de esta modalidad. Los “carroñeros” por ejemplo. Éstos vivían de descubrir los “lugares” ajenos. Los “vándalos” en cambio extraían los caramelos enseguida después que sus dueños los recogían. También surgieron empresas como los “bancos”. El que mejor funcionó fue el Banco del Dulce, que llegó a quince socios en el 1992. Para abrir una cuenta necesitabas cinco caramelos, que debían permanecer inmóviles en tu cuenta. El auge de los bancos fue ese mismo año, cuando la cantina pasó varios días sin reponer stock. Banco del Dulce también otorgaba créditos, también estaban los “deudores” y los “matones”.

El resultado de todo éste sistema generado fue su desintegración. La principal causa fue el egreso de Marcos de la escuela. Luego se intentó seguir pero ya no había control, los desórdenes se sumaban uno tras de otro. Se puede marcar como punto de quiebre el 26 de agosto de 1995. Ese día quince niños asistieron a una fiesta ilegal en el SUM (salón de usos múltiples) organizada por Gabriel, uno de los compradores oficiales. El resultado fue que tuvieron que llamar a emergencias por la sobredosis de caramelos de dos de los presentes. Por suerte fueron simples indigestiones, aunque a raíz de eso se investigó hasta llegar la verdad. La verdad culminó con le prohibición de la venta de caramelos en la cantina.

Ésta historia es un homenaje a Marcos, por lo tanto me quiero despedir con algo que dijo y que sin lugar a dudas comparto:

“La humanidad siempre comió caramelos, y no veo mal que se consuma por goce propio en búsqueda de satisfacción. Lo que rechazo es cuando se hace para tapar agujeros afectivos y emocionales, o para desviarse del estado natural y no sufrir. Pero eso no me concierne, y no veo porque tengan que pagar todos. Estoy a favor de la legalización del caramelo”.



p_ dedicado al caramelero de atolón

* azarosa la cosa, sabelo Marcelo, que feroz el arroz, que complicada la picada,que intensa la trenza, que raro Caro...

1 comentario:

Anónimo dijo...

brindo por marcos! una ronda de caramelos para todos!
apoyo la legalización del caramelo... libertad no es lo mismo que libertinaje.